jueves, 8 de febrero de 2007

Suicidio diario

Muere una palabra en la boca. Los labios crujen entreabiertos y secos antes de que la mano los cierre. Un cortejo la compaña hacia dentro, coche y coronas que se clavan en las paredes rojas y oscuras. Su ataúd va forrado de irracionalidad. La caja es de madera innoble. Las plañideras abundan, se asoman a las ventanas y alguna derrocha su vida en un esfuerzo de sal. El ocaso guía por un vial de cipreses. Un alto en el camino, los muertos no tienen prisa. Se ríen los que salen del restaurante de en frente, y los que pegan sus narices rojas al cristal de las ventanas. Ya puede continuar. Pocos amigos y familiares... hay vergüenza en el aire, como si de un suicidio se tratara. Tal vez es un suicidio. Cementerio de roja hierba, de arces de oro y otoño. El sepulturero es supersticioso. Él no quiere clavar la pala. Lujos de funcionario. Y la palabra se descompone en letras desparramadas y perdidas sobre el terciopelo... a la vista de quien sí puede enterrar a sus muertos.

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